Con un record de más de 132 millones de votos, anoche miércoles 23 de mayo de 2012, cerró la oncena edición de American Idol, que terminó con la coronación de un nuevo ídolo, el joven Phillip Phillips, de 21 años, de Leesburg, Georgia quien, emocionado, no pudo terminar de cantar la que ya es su signature song “Home” y, tras abandonar el escenario, se abrazó emotivamente en lágrimas a su familia, mientras caía sobre el auditorio una avalancha de confeti, y a la espalda de la novel estrella una cascada de fuego artificial.
El show de clausura merece un comentario no sólo sobre el más reciente episodio del programa de televisión de más audiencia en Estados Unidos, sino en general como fenómeno, y también vale la pena historiar un poco, a casi ya una docena de años de existencia.
American Idol es creación de Simon Fuller, que no debemos confundir con Simon Cowell —el miembro del jurado que hizo de fiscal, que era áspero, pero casi siempre llevaba razón— desde la primera edición y hasta la antepenúltima. Los dos Simon son ingleses.
Las raíces de American Idol son viejas y diversas. No resulta errado señalar como su matriz a Pop Idol, estrenado en Gran Bretaña en el 2001. Mas a éste antecede Popstar, de Australia, que es el primer show de tal corte. Pero si recordamos que la elección del cantante ganador se debe a votación popular, tenemos que señalar también pues en el árbol genealógico a Eurovisión*, que registraba votos a través de llamadas telefónicas (ver nota debajo sobre el festival).
España también, incluso antes que Estados Unidos, tuvo su versión de Pop Idol, “Operación Triunfo”, de donde salió David Bisbal.
Los concursos de canto son una fórmula exitosa donde quiera que se han efectuado. Y si bien sus frutos no siempre son notables —aunque en muchos casos sí— lo que sí es indiscutible es que como espectáculo son un suceso. Así ocurrió en el pasado en Cuba con “La Suprema Corte del Arte” y con “Todo El Mundo Canta”.
El primer American Idol salió al aire en Estados Unidos por la Cadena Fox el 11 de junio del 2002 y terminó el 3 de septiembre. A diferencia de Eurovisión —que es un festival— A.I. es una serie de televisión —en verdad, un reality show—, cuya agenda luego movió su arrancada a enero, para terminar en mayo a través de una enervante cadena de eliminaciones hasta desembocar en el recién horneado nuevo Ídolo Americano. Primero su frecuencia era de un día a la semana, pero en las últimas ediciones factura dos emisiones en sendas noches seguidas. Por eso hoy registra más de 400 capítulos.
American Idol debutó con dos conductores, Ryan Seacrest y Brian Dunkleman, pero éste último no supervivió siquiera a la siguiente entrega, por lo que Seacrest, que se perfila como un digno relevo del hoy fenecido Dick Clark, quedó como el host absoluto hasta el presente.
El concurso apoya en tres jueces que miden a los aspirantes y deciden quién va a Hollywood y quién no, que allí es donde se celebra la justa vocal. Durante el período de selección, es la única vez que los jueces emiten su veredicto. La prueba de oposición se celebra itinerantemente en un número de grandes ciudades de los Estados Unidos.
La tríada original de árbitros se mantuvo incólume a través de Randy Jackson, ex-bajista de la banda Journey cuyo solista era Steve Perry; la cantante y ballerina Paula Abdul, y el promotor Simon Cowell en su primer lance y hasta el año 2010, cuando Cowell y Abdul abandonaron el show. Entonces ingresaron Kara DioGuardi y Ellen DeGeneres, que no movieron la aguja. Desde hace 2 años los jueces son Randy Jackson —ahora el integrante histórico—; el cantante de Aerosmith Steven Tyler, y la versátil Jennifer López.
Al decir de muchos, este conjunto ha logrado más coherencia entre ellos y más agarre en el público en apenas dos ediciones que los fundadores en casi una década.
Esta última tripleta de jueces —al igual que las anteriores— no decide quiénes son descartados a lo largo del programa una vez elegidos por ellos los 25 contendientes de temporada, aunque con las opiniones que como profesionales emiten, se supone que influyan un poco en la opinión pública.
American Idol ha arrojado un valioso puñado de nuevas voces jóvenes triunfadoras como Kelly Clarkson, Ruben Studdard, Fantasia Barrino, Carrie Underwood, Taylor Hicks, Jordin Sparks, David Cook, Clay Akin, y Adam Lambert, algunos de los cuales no obtuvieron específicamente el primer lugar, pero que al tener talento y estar en el Top 10, tal les valió de pasaporte a la fama y a contratos profesionales. Eso fue justamente lo que ocurrió en la segunda edición, cuando Studdart se sobrepuso a Akin; analistas creen que se debió a prudencia racial del país y a la compasión, porque Ruben era un joven afroamericano que sufría de obesidad.
La oncena edición de American Idol, acaso como todas, comenzó insípidamente y se fue calentado poco a poco, como siempre ocurre, hasta hacerse candente hacia el final.
No podríamos decir que su camada de finalistas haya sido la mejor de todas —en realidad cuesta trabajo arribar a tan concluyente juicio sobre una en particular—, pero sí fue una de las mejores, desde que Kelly Clarkson rompiese el hielo. La clausura de anoche, sin embargo, sí creemos que es la mejor de todas, a lo largo de más de una década ya. Y nos deja —otra vez— con la recompensadora carga de una satisfacción enorme para un convicción irreversible: que la televisión norteamericana sigue siendo insuperable y la mejor del mundo.
En los últimos 30 años Estados Unidos ha dejado de ser el líder en muchas, muchas cosas de las que antes lo era, y eso abarca desde electrónica a industria automotriz y, ¡cuidado!, que hasta en astronáutica… pero en televisión no. Y no sólo la televisión norteamericana es la mejor, sino que la próxima inmediata inferior —que no podríamos señalar cuál es— se ubica a un gran trecho de distancia. Esto, más allá del hecho de que a veces, frustrados en casa, control en mano, paseamos de arriba a abajo el TV Guide para encontrarnos con que ningún sujeto nos satisface. Pero la tecnología, la producción, la gráfica, la edición y la puesta en escena de la televisión norteamericana no tienen rival, y la emisión del American Idol de anoche así lo certificó.
Por su esencia en particular, American Idol es un magnífico indicador para subrayar estos argumentos: porque cuando en una noche como la de anoche las cantantes Hollie Cavanagh y Jordin hicieron la interpretación que hicieron de You'll Never Walk Alone —una canción favorita de los fanáticos del fútbol en Liverpool—, desplazándose como dos veteranas en el escenario, intercambiando momentums y cruzándose en el instante acordado una por el flanco de la otra, ello demuestra el poder de extraer al profesional en ciernes de un novato que únicamente un eficaz equipo de producción y conducción es capaz de exprimir. Jordin ya atesora alguna experiencia, pero Hollie está verdecita…
Dicho esto, en cuanto a la esencia del show —el canto— hubo momentos escalofriantemente estelares como el coro que incluyó el Top 12 en que Joshua Ledet —que muchos apostamos a que sería el próximo Ídolo Americano y que quedó eliminado la semana pasada— hizo magistralmente el papel de quien se salió del guión de tan metido que estaba en lo suyo, mientras los demás lo miraban extrañados; y el dúo que hicieron Skylar Laine y Reba McEntire al interpretar Turn on the Radio, sin duda fue uno de los momentos más altos del espectáculo. De menos brillo, pero aún grande, fue justamente el dueto de Ledet con otra Miss Idol del pasado, Fantasia Barrino, al interpretar una canción a mil años luz de lo que supodríamos que es el potencial de ambos noveles cantantes, Take Me to The Pilot, de Elton Jonh, pieza a la que sin duda le dieron un gran sabor y hasta diríamos que rebasó la original.
Sorprendió contemplar a Chaka Khan tan escultural ahora en su adultez, después de haberla visto sobrepeso en su juventud.