El estallido del pueblo cubano en La isla que el pueblo cubano del exilio aguarda, cada día se viste más con las mejores galas de la quimera. En la ribera Norte del Estrecho de la Florida prima la decepción, el asombro, y hasta la mortificación. En la orilla Sur señorea el olvido, la costumbre, la abulia, el desgano, el sálvese quien pueda y el ya no importa nada. Cuba vive la desconcertante realidad del último capítulo de “La Rebelión en la Granja” de Orwell. Todo conspira contra la conspiración. Y la mentalidad de “esto no va pa’ ningún lao”, o "esto no lo tumba o no lo arregla nadie" es la mejor aliada del indolente “déjala correr”, como en el cuplé “Agua que no has de Beber”…
El cubano del siglo XXI vive demasiados mundos paralelos y una existencia nueva e inimaginada. Habría que inventar en la nomenclatura política y económica del planeta una palabra inédita para intentar definir y calificar —aún por encima del denominador común de “tiranía comunista”—, cuál es justamente la orientación política y económica de Cuba convertida en algo más que un ornitorrinco teórico y práctico. La invisibildad de la aguja de la brújula y de un tinte definitorio del establishment cubano —a pesar de un derrotero antiguo todavía hoy más o menos ideológicamente claro— es capaz de tarar por confusión a la nación más preclara. Mientras, la alquimia inversa de Castro de inventar un hombre nuevo, funcionó.
Los cubanos de Cuba —no todos claro está, pero para la proporción lo mismo da— son distintos de los de hace 10 años, y los de 10 años antes distintos a su vez, y éstos a los de los otros 10, y así y así y así… Parecen más resultado de una manipulación genética de la sociedad que fruto de la evolución natural de la ciudadanía en cualquier país “normal” del mundo. La ruina material de las ciudades cubanas hoy está al pairo de la arrasada alma del cubano, y es como el documento visible de lo que no puede apreciarse con la vista dentro de él. La fachada gris y quebrada del peor de los edificios abandonados de La Habana puede ser el retrato de cada cubano. Y dentro, ni mires...
Lo más terrible es que ellos no se dan cuenta.
Es un tema sensible que, los más nobles exiliados cubanos prefieren no tocar —o mejor, callar—, mientras que los más vehementes, que ven a la Cuba actual a través de una pátina uniforme, expresan que habría que exterminarla desde el subsuelo y plantar nueva gente allí. Los más lúcidos llevan el péndulo al centro y creen que no es moralmente justo exigir el alzamiento a los cubanos de La Isla desde la seguridad de la acera de enfrente a la sombra —desde la que, por cierto, se han hecho muchos esfuerzos de toda coloratura para acabar con aquello—. Pero sin duda algo ha cambiado muy dentro de los cubanos de la Cuba del minuto. No es muy distinto un ciudadano fránces de 1959 que uno del 2011. Entre un cubano de aquella fecha y la de hora, la diferencia es contrastante...
Los cubanos de Cuba ya ni siquiera quieren escapar para instalarse en los Estados Unidos. Esto es un importante aspecto, a menudo soslayado incluso por los grandes analistas del panorama isleño. La migración prefiere dirigirse a otros destinos como República Dominicana, España o México y, en el mejor de los casos, si ponen carpa en Miami lo hacen para establecer un cuartel del ir y venir basado en la abundancia y en el rendimiento del dólar para gastar y hasta invertir allá. Esto les representa un cordón umblical sui generis que es su comfort zone. Por eso la palabra “migración” empleada en este mismo párrafo líneas arriba está ahí ad hoc, porque dicen bien aquellos que emigrados ellos son, porque nada tienen que ver con los típicos exilados de la primera camada del Miami histórico. Además, a menudo o bien ellos mismos se consideran como emigrados —“yo no soy político… a mí la politica no me interesa”, suele ser su frase definitoria—, y no se definen como exiliados ni asilados políticos (hay que subrayar que el ser un auténtico exiliado cubano no depende de la fecha de llegada, sino de la pose ideológica).
Lo malo de esto es la posibilidad de esa vuelta atrás —que no tuvieron los exiliados con cuño de 1959 y 1965—; es una tragedia que no ven porque no les permite desconectarse de lo que debieran y todo lo que debieran. Peor aún, por el contrario, contribuyen con esa conducta a alimentar —que es perpetuar— el bochorno de medio siglo aunque lo disfracen con el sofisma pseudo-humanitario de haber dejado la familia detrás.
Hay quienes creen, empero, que no pasará nada porque el modo en que tal cual las cosas se desarrollan particularmente en Libia, los cubanos de Cuba lo han leído muy bien entre líneas: si nos levantamos aquí, los Castro, como Ghadaffi, nos bombardearán y, a diferencia de Mubarak, no bajarán del estrado. Maybe. Pero creemos que no es el miedo —ojalá lo fuera— lo que impide que los cubanos de Cuba se alcen en La Habana o en Santiago. Es, son, las ansias —comprensibles— de acomodarse para subsistir, las urgencias por vivir y recuperar el buen tiempo perdido o, en el mejor de los casos, la revancha existencial contra el gobierno y un afán por aparearse a las complacencias de sus gestores. Nada de eso tiene consciencia nacional, ni ganas de reconstruir, ni idea de futuro. A los cubanos de Cuba no les interesa escanear las actualmente humeantes arenas árabes. El decoro de la nación —y su esperanza—, como la octava parte visible del témpano en el agua, es la disidencia encarcelada o la precariamente libre, Las Damas de Blanco y una chiquilla valiente como Yoani Sánchez, que no son precisamente profetas en su patria, y a las que en ese mañana que ya parece sólo una ilusión, vendrán a posar como sus amigos de siempre quienes hoy les niegan o eluden el saludo cruzando la calle.
¿Y el tiempo? El tiempo…
El tiempo es quizás el factor fatal para que el aliento libio se disuelva —con permiso de Zoe Valdés—, en la nada cotidiana de la Cuba contemporánea.
La fuerza de la costumbre —acumulada y acumulada y acumulada— en todo aspecto de la vida cubana, ha ido tiñendo de palidez toda posibilidad de erupción social contra el gobierno de los hermanos Castro. Por acostumbrarnos, hasta se han —nos hemos— acostumbrado —aquí y allá— a la interminable convalescencia del “paciente cubano”, que aparece y desaparece en la televisión con su camisona a rayas para hablar de esto y aquello, o para invitar a un turulato periodista norteamericano a mirar los delfines. Ha pasado tiempo, mucho tiempo, demasiado tiempo, todo el tiempo como para que la locomotora del almanaque de 50 años continúe arrastrando inerte tras de sí los vagones de cinco décadas, con su ruedas lubricadas por la rutina. Mientras cada quien a bordo trata de lograr un asiento o algo que comer, robarle el dinero al cobrador o lanzarse por la ventanilla si no puede abandonar el tren en la próxima estación, que nunca se sabe cuál va a ser o si va a dar marcha atrás. Algunos de los pasajeros que logran escapar, luego, inexplicable y afanosamente como el hombre al agua que se cae por la borda de un barco, se dedican a regresar al ferrocarril… y hasta lo logran. Muchos de estos escapistas de nuevo en el tren luego se tiran otra vez… y otra vez vuelven, en una intermitencia intrínsecamente paradójica que es el síntoma palpable de que están enfermos de esa enfermedad enigmática e incurable que es el ya no se sentirse bien en ningún lado ni pertenecer a ninguna parte. Pero nadie intenta llegar a la locomotora para arrojar al motorista por la baranda, detener el tren o descarrilarlo.
En 1986, con la perestroika desencadenada y sus olores de polvo de cemento que vaticinaban que, simbólicamente, el muro de Berlín como la muralla de Canaán, tambeleante al pisar del cerco de los ciudadanos de la Europa del Este de la época y al sonido de las trompetas del glasnost pronto se vendría abajo como en la predicción pinkfloydiana, corría en Alemania Oriental un chiste amargo y premonitorio sobre Cuba y la indolencia y el inmovilismo de los cubanos: En el año dos mil y tantos, cuando incluso Castro por ley natural habría de esta muerto pero aún vivía y tenía una edad disparatadamente posible, todavía estaba en el poder y las cosas en La isla no habían cambiado un ápice... aún cuando en el chiste se admitía ¡que el comunismo y la Unión Soviética se habían extinguido!
El hecho llama la atención de un grupo élite de sociólogos alemanes que deciden volar a La Habana para sugerirle a Castro que le pida al pueblo cubano uno de esos sacrificios enormes a los que a lo largo de años sometió, con tal de ver cómo reacciona la ciudadanía. Sólo que esta vez... ha de ser un sacrificio enorme, sin paralelo.
Castro accede a la propuesta y convoca al pueblo a la Plaza de la Revolución el 26 de julio, para entonces en su ciento y tantos aniversario. Una vez allí, en la tribuna, el "máximo líder" en su perorata anual, cita otra vez que el país bajo el eterno acoso del Imperialismo y su bloqueo criminal contra Cuba, más recio ahora que nunca antes, ante una inminente carencia sin igual de alimentos, en el afán de salvar a la nación y a la Revolución, los cubanos para subsistir, igualando las nuevas magras raciones de comida deben enfrentar un sacrificio supremo: que uno de cada tres se ahorque.
Ante la propuesta, se produce un silencio sepulcral, denso, pesado, largo, en la plaza. Mientras, los sociólogos alemanes, de incógnitos en las gradas para los invitados especiales a las espaldas de Castro se tocan discretamente con los codos y escudriñan con binoculares los rostros de la muchedumbre, convencidos de que alguien se rebelará, protestará.
Entonces, allá lejos, un cubano alza el brazo y grita, "¡Fidel, Fidel, tengo algo que decir!"
Los alemanes apuntan sus prismáticos en el hombre y lo mismo hacen las cámaras de la televisión, mientras Castro replica "diga, compañero". Y el hombre dice: "Fidel, tenemos una duda aquí, yo y los que me rodean... ¿quién pone la soga, ustedes o nosotros?".
Ha pasado demasiado tiempo.
Es el tiempo, el tiempo y no el miedo.
Es el tiempo, penoso, repetitivo, impávido, licuado y pastoso, empolvado, apergaminado, arrugado, antiguo y vetusto, pegajoso, irrenunciable, cuajado, aburrido, interminable… tiene que ser el tiempo el que lleva a Cuba y su gente en andas de su negligente realidad.
Los moradores de la isla de la novela "El Color del Verano" de Reynaldo Arenas que roen su base para desprenderla de su plataforma rocosa y llevarla como un velero a otro lugar, ni siquiera ésos son ya los cubanos de la Cuba 2011. No va a pasar nada. Podrían rebelarse contra los morlocks hasta los apacibles elois de La Máquina del Tiempo de H.G Wells convocados por la alelante sirena, pero no los cubanos de la Cuba de ahora. Cambiar por chavitos los dólares que llegan del Norte es una tarea que demanda atención e inmediatez, y probablemente deberíamos entenderlo.
Egipto ya se sacudió a Mubarak...
Los vientos de la pirámides no mueven las palmeras cubanas.