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Ese gran derrumbe que es Cuba...

Hace hoy exactamente 30 años del primer gran trágico derrumbe, el del Hotel Pasaje en La Habana. Hace apenas un mes, ocurrió otro, el de Infanta y Salud, que costó la vida a varios inquilinos del edificio sito allí. Cuba se cae a pedazos, pero no sólo físicamente.

Por PEPE FORTE/Editor de i-Friedegg.com,
y conductor del programa radial semanal AUTOMANIA,
y de EL ATICO, diario, por WQBA 1140 AM,
en Miami, Florida, una emisora de Univisión Radio.

Posted on Feb.23/2012
Fotos: EFE

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Hace hoy exactamente 30 años que presencié una de las escenas más angustiantes que haya contemplado en mi existencia…

La mañana del martes 23 de febrero de 1982 amaneció para, mí a mis 25 años de vida, plácida y luminosa en La Habana. Había recuperado meses antes mi residencia en la capital tras un hiato de 3 años en que el gobierno —sin poder evitarlo— me envió a la parte oriental del país por recién graduado de la academia de Bellas Artes de San Alejandro a pagar mi “deuda” con la Revolución, como profesor de Diseño Gráfico. Así que ahora de vuelta a mis predios desde el verano del ’81, estaba otra vez de Luna de Miel con mi ciudad y me sentía feliz por haber logrado el mes previo el sueño de ejercer mi carrera en un pequeño museo en el Oeste capitalino. Por entonces vivía en pleno corazón de Centro Habana, en la célebre calle de San Rafael, entre Hospital y Aramburu, frente al Parque Trillo, presidido por la estatua de Quintín Banderas, que le daba la espalda al ya ruinoso cine Strand.

Cuando puse el primer pie en la calle poco antes de las 8:00 am pude apreciar el aire nuevo del nuevo día, tan fresco como fresca lo podía ser una buena mañana cubana de febrero, de cielo absolutamente azul, que exigía un abrigo ligero. Pero jamás habría podido anticipar que con aquella hermosura climática como marco, a sólo cuadras de la entrada de mi edificio, se desarrollaba una escena dantesca.

En un minuto abordé un rojo autobús Ikarus de la ruta 22, y en unos 10 más lo abandonaba en el flanco derecho del antiguo Capitolio, en la penúltima parada del trayecto. Mi destino era una visita breve al periódico Juventud Rebelde —el antiguo Diario de La Marina, que Castro disolvió— para recoger como que de contrabando unas letteras a través de un contacto que tenía allí, y luego irme a la sala de restauración de obras de arte del Museo Nacional, donde transcurría la primera mitad de mi jornada diaria de trabajo. Y fue ahí, al bajar de la guagua que, de sopetón, con el clausurado teatro Campoamor y el cine Capri a mis espaldas, con la visión frente a mí de la fachada del Payret en la sombra porque el sol estaba todavía detrás de él, que me hallé con un corre-corre de gentes alarmadas, angustiadas, llorosas, que gritaban unas, gesticulaban otras… Este demencialmente extraordinario panorama no era el típico de esa hora de la mañana en Industria y San José, y que mi rutina matutina ahora desconocía.

Avancé hacia El Prado con la urgencia que impone la curiosidad pero con el inquietante sobresalto de quien anticipa que se va a topar con una desgracia y, al llegar a la esquina, miré en dirección al periódico.

Toda esa cuadra del paseo era un verdadero pandemónium… autos de la policía, ambulancias, vehículos de la brigada de rescate de los bomberos del cuartel de Dragones. La banda sonora de la escena estaba compuesta por sirenas, bocinazos, acelerones, frenazos, chirridos de neumáticos, y ese clamor que genera la ansiedad.

Y gente, mucha gente… como un hormiguero en estampida cuya paz fue turbada por un intruso.

El techo del Capitolio desbordaba de personas que nunca ví en esa área de la edificación; todos los que trabajaban en la Academia de Ciencias —que ésa era su sede—, subieron allí y lo convirtieron en el balcony perfecto para una tragedia griega.

No necesité mas ingredientes para diagnosticar. Había —tenía que haber— ocurrido una catástrofe. Pero… ¿cuál?

La Policía no me dejaba pasar. Mitad verdad, mitad mentira, les dije que tenía que ir al periódico (la verdad), que trabajaba allí (la mentira). Me dejaron seguir.

Y entonces supe qué sucedió.

El antiguo Hotel Pasaje había sufrido un derrumbe.

El Pasaje fue uno de menor categoría pero dignísimo, de los hospedajes de la hermosa Habana pre-castrista. En sus años de soltería antes de casarse con mi madre, mi padre vivió ahí. A veces, cuando de niño en familia pasábamos caminando ante él, mi madre, entre celosa y pícara, exclamaba “ahí vivió tu papá antes de conocerme”, mientras mi padre, en el afán de deshacer la ironía, me mostraba, simulando despiste, la celosía articulada del extinto elevador del año del cornetín que me atraía más que lo que pretendía insinuar mi madre.

Contiguo al fastuoso cine Payret, el Pasaje ya no era otra cosa que una cuartería de familias hacinadas por obra y magia del Merlín del Caribe. Lo que antes fueron habitaciones del hospedaje, desde hacía años ya, se convirtieron en habitáculos a los que la palabra apartamento les quedaba muy grande para ser siquiera un eufemismo a la cañona. Con más personas a bordo por pie cuadrado del mínimo que permitiría un submarino hitleriano de la Segunda Guerra Mundial, estas recámaras estaban divididas verticalmente en las llamadas barbacoas, unos entrepisos de madera, rústicos, construidos ilegalmente por los propios moradores para ganarle espacio a las estrechuras y optimizar —como Alemania después de la Gran Guerra— su “espacio vital". Constructivamente hablando, se trataba de la multiplicación del peso original de la estructura.

Un poco antes del amanecer, parte del Pasaje se derrumbó.

Creo que de entrada registró 3 muertos y heridos de gravedad. A la hora que llegué al desastre, todavía había víctimas atrapadas entre el concreto como en un terremoto por cuenta propia del edificio —La Habana no es sísmica—. Los rescatistas trataban de salvarlas…

Vi un a pareja que lloraba en los portales del periódico; unos escolares se abrazaban consternados en la esquina del Tribunal. Escuché que eran familiares que no sabían la suerte de los suyos bajos los escombros.

Los camilleros corrían hacia la entrada del edificio. Bajé de la acera a tratar de ver mejor y casi me cuesta la vida: una enorme grúa Kato sobre ruedas retrocedía a velocidad, y si no salto de nuevo atrás al grito increpante de un policía y el de uno de sus conductores que brazo a través de la ventanilla agitaba un trozo de tela blanca en señal de emergencia, me habría atropellado brutalmente.

Si no hubo mas fatalidades que lamentar fue porque mucha de la gente que vivía —¿qué vivía?— en el Pasaje —niños incluidos— ya habían marchado a sus empleos o a la escuela.

El férreo control policial del regímen me barnizó otra vez del temor paralizante a ser detenido si osaba sacar del bolso mi cámara Pentax K1000 y tomar algunas fotos. Las imágenes de la mente empero, indelebles y sin necesidad de cuarto oscuro, prevalecen clarísimas en mi memoria, y por eso puedo convertirlas en palabras ahora.

El derrumbe del Hotel Pasaje el martes 23 de febrero de 1982 fue el más trágico hasta el recientemente ocurrido en Salud e Infanta a mediados de enero de este año. La ciudadanía del país, con más acento en La Habana, ya estaba acostumbrada al desplome parcial de las construcciones, desatendidas en sus mantenimiento y reparación durante las dos primeras décadas del gobierno comunista.

En cuanto Castro llegó al poder, atacó la construcción y los bienes raíces. El pujante desarrollo constructivo de la nación y particularmente en la capital aún bajo la tiranía batistiana no tenía precedentes. La Gran Habana es de esa era.

Inmediatamente tras 1959, la compra-venta de casas fue prohibida y no se construyó más hasta el establecimiento a principios de la década de los 70 de las llamadas microbrigadas, una ineficaz fórmula estalinista de urbanismo en el suburbio de Alamar, al Este de La Habana, que generó un puñado de edificios que el pueblo llamaba despectivamente “conejeras”.

La Reforma Urbana, uno de los más tempraneros ensayos demenciales de Castro para regular —mejorar, según su mentalidad sofista— la actividad de la vivienda, lo que hizo fue empobrecerla, tararla y mutilarla. Para 1970, en más o menos una década de Revolución, el déficit habitacional de Cuba —más acentuadamente en La Habana— alcanzaba proporciones de desvelo.

La producción de cemento y de materiales de construcción mermó o desapareció. Su mercado no escapó —al igual que los alimentos, el vestuario, el transporte y todo lo demás—, al severo racionamiento castrista, y se extinguió. No sólo no se podía construir… tampoco se podía reparar. La Habana comenzó a caerse a pedazos. Y apareció el antiestético fenómeno del apuntalamiento. Pronto la rebautizaron popularmente como la “ciudad muleta”. Ruinosa, parece bombardeada hace 10 minutos.

Estas carencias trajeron como consecuencia que en las casas y los apartamentos viviesen más personas que la razonable según la talla del techo y la planta.

Los edificios fueron los que más sufrieron este incremento de peso vivo, agudizado por el inerte de las subdivisiones internas de los recintos —especialmente por las citadas barbacoas— y otro más, relacionado con otra carencia crucial: la falta de agua corriente. Para suplir las necesidades que plantea el consumo del líquido para todos sus usos, la gente comenzó a instalar dentro de casa, bidones metálicos de 55 galones —por si fuera poco, cubiertos por un derretido de cemento por dentro para evitar la corrosión, lo que aumentaba su peso bruto—, y esto agigantaba dramáticamente la carga de la construcción. Ése era el caso del viejo Hotel Pasaje.

En ese pasaje de la historia aglomerada del Pasaje, vivió Reynaldo Arenas.

Y así comenzaron los derrumbes…

Como en Cuba aún el más abúlico de los ciudadanos tiene que dedicar neuronas a la explicación de cosas que otro de cualquier sitio del mundo no, yo había tenido que instruir a algunas de las mías con la “teoría de los derrumbes” en La Habana. El descojonema del desplome súbito de la arquitectura más vieja y maltrecha de la ciudad dictaba que tras lluvias continuas, cuando el concreto agrietado de los dinteles y arquitrabes secaba… ¡crac! —así con onomatopeya y todo discurría la explicación—, se contraía, se quebraba pues y… ¡cataplum!

Pero estamos en febrero, me dijo una neurona más lista que las demás en aquella inolvidable mañana de 1982; estamos en invierno, en temporada seca, no ha llovido… este derrumbe debió corresponder a los aguaceros de mayo.

OK…

Al día siguiente, como si el dolor por la pérdida de vidas en el accidente auto-telúrico del Pasaje fuese incapaz de generar la debida compasión, el periódico Granma y los medios oficiales —que eran y siguen siendo todos—, acudieron a su receta predilecta de librar de toda responsabilidad al estado, y culpar de la hecatombe a los inquilinos. ¿Las razones? Uno: El sobrepeso —por demás ilegal ante los preceptos del establishment castrista—, consecuencia de más personas sobre el suelo que las permitidas por la ley —La Habana de entonces también tenía “ilegales” e “indocumentados”, lo que de origen doméstico—; dos: la “duplicación de estructuras internas” —¡oh, qué delicia del lenguaje!; se referían a los entrepisos—, y tres, finalmente… splash!, los tanques de agua. Y ya ni recuerdo, pero de seguro, por el camino la nota de prensa se las arregló para terminar culpando de la odisea al bloqueo y al imperialismo.

Sin embargo, ésa no eeeeeeera toda la verdad: un amigo, funcionario de “Arquitectura y Vivienda” del municipio me reveló que el día antes albañiles del estado removieron festinadamente una importante columna de carga en los bajos del edificio para hacer espacio para un no sé qué el gobierno iba a instalar allí.

Los derrumbes parciales de los edificios de Centro Habana, La Habana Vieja y El Cerro, hasta este terrible de febrero del ’82 —y que quizás mucha gente ha olvidado aún en su terrible condición de pionero de un martirio citadino—, habían sido casi candorosos. Un trocito de repello aquí, un desconchado allá, una viga acullá. Pero el desplome del Pasaje, con su carga más que de exceso de vida, de muerte, cual una bomba de tiempo, elevó el drama a una dimensión superior y puso de relieve la gravedad de una situación acumulativa y, para rematar, tipo efecto de dominó. Por tanto, absolutamente pronosticable.

El derrumbe del pasado mes de enero, una especie de celebración amarga de los 30 años del Pasaje —luego desahuciado como vivienda y convertido en una sala polivalente para deportes—, establece junto con aquel primero dos puntos entre los cuales el fenómeno a través de otros episodios fue llenando su prontuario.

El gobierno se queja de la irresponsabilidad de la gente. Cuando las autoridades declaran inhabitable por peligro de derrumbe un inmueble y desaloja a sus ocupantes, el espacio se queda vacío… por horas. Otras familias, necesitadas de vivienda, como el molusco que tiene que reemplazar su caracol, se “mete”, se “cuela” allí a riesgo de su propia vida. Y si no lo hacen nuevos ocupantes, son los originales los que regresan bajo el viejo techo, en tanto que ruleta rusa del tiempo. ¿Por qué? Porque son llevados a los intolerables “albergues”, refugios colectivos carentes de privacidad y de higiene en los que una familia junto a otras y en medio de una promiscuidad asfixiante han de esperar —acaso años— hasta que el estado les “ubique” en una nueva vivienda. Por eso muchos prefieren correr el albur de una lotería de muerte que a lo mejor nunca se sacan, la de que la casa les caiga encima un mal día de Dios, antes que dormir a la vista de otros en refugios más deprimentes que las casas para desamparados de los países capitalistas.

Han pasado 30 años del fatídico derrumbe del Hotel Pasaje en aquella mañana de febrero de 1982 en que a punto de cruzar en diagonal el Parque Central entre el Capitolio y el Hotel Plaza, me encaminaba a continuar restaurando un óleo de la reina Isabel en Bellas Artes. Qué contrastes, qué sorpresas reserva la vida, que te planta toda una desolación justo ante las narices de la placidez. Pero más allá de esta reflexión de filosofía barata, lo que pesa tanto como el componente previo de la avalancha de concreto en ciernes, es que a los derrumbes físicos de Cuba, los de repente, sin aviso como la traición súbita del terremoto, se suman los intangibles, los del alma, los de la existencia propia en tanto que subsistencia. El derrumbe del Pasaje hace tres décadas, y el de Infanta, de hace un mes, simbolizan otro derrumbe, el enorme, inconmensurable, el de toda una nación cuyos cimientos su alarife en jefe ha venido socavando poco a poco, por más de medio siglo, con la dedicación de un castor malvado.

Pinkfloydianamente, como al final de The Wall: ¡Atención, atención… que toda Cuba se va a caer!

Luego, la cortina de polvo. ¿Qué revelará cuando se disipe?

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