Hace hoy exactamente 30 años que presencié una de las escenas más angustiantes que haya contemplado en mi existencia…
La mañana del martes 23 de febrero de 1982 amaneció para, mí a mis 25 años de vida, plácida y luminosa en La Habana. Había recuperado meses antes mi residencia en la capital tras un hiato de 3 años en que el gobierno —sin poder evitarlo— me envió a la parte oriental del país por recién graduado de la academia de Bellas Artes de San Alejandro a pagar mi “deuda” con la Revolución, como profesor de Diseño Gráfico. Así que ahora de vuelta a mis predios desde el verano del ’81, estaba otra vez de Luna de Miel con mi ciudad y me sentía feliz por haber logrado el mes previo el sueño de ejercer mi carrera en un pequeño museo en el Oeste capitalino. Por entonces vivía en pleno corazón de Centro Habana, en la célebre calle de San Rafael, entre Hospital y Aramburu, frente al Parque Trillo, presidido por la estatua de Quintín Banderas, que le daba la espalda al ya ruinoso cine Strand.
Cuando puse el primer pie en la calle poco antes de las 8:00 am pude apreciar el aire nuevo del nuevo día, tan fresco como fresca lo podía ser una buena mañana cubana de febrero, de cielo absolutamente azul, que exigía un abrigo ligero. Pero jamás habría podido anticipar que con aquella hermosura climática como marco, a sólo cuadras de la entrada de mi edificio, se desarrollaba una escena dantesca.
En un minuto abordé un rojo autobús Ikarus de la ruta 22, y en unos 10 más lo abandonaba en el flanco derecho del antiguo Capitolio, en la penúltima parada del trayecto. Mi destino era una visita breve al periódico Juventud Rebelde —el antiguo Diario de La Marina, que Castro disolvió— para recoger como que de contrabando unas letteras a través de un contacto que tenía allí, y luego irme a la sala de restauración de obras de arte del Museo Nacional, donde transcurría la primera mitad de mi jornada diaria de trabajo. Y fue ahí, al bajar de la guagua que, de sopetón, con el clausurado teatro Campoamor y el cine Capri a mis espaldas, con la visión frente a mí de la fachada del Payret en la sombra porque el sol estaba todavía detrás de él, que me hallé con un corre-corre de gentes alarmadas, angustiadas, llorosas, que gritaban unas, gesticulaban otras… Este demencialmente extraordinario panorama no era el típico de esa hora de la mañana en Industria y San José, y que mi rutina matutina ahora desconocía.
Avancé hacia El Prado con la urgencia que impone la curiosidad pero con el inquietante sobresalto de quien anticipa que se va a topar con una desgracia y, al llegar a la esquina, miré en dirección al periódico.
Toda esa cuadra del paseo era un verdadero pandemónium… autos de la policía, ambulancias, vehículos de la brigada de rescate de los bomberos del cuartel de Dragones. La banda sonora de la escena estaba compuesta por sirenas, bocinazos, acelerones, frenazos, chirridos de neumáticos, y ese clamor que genera la ansiedad.
Y gente, mucha gente… como un hormiguero en estampida cuya paz fue turbada por un intruso.
El techo del Capitolio desbordaba de personas que nunca ví en esa área de la edificación; todos los que trabajaban en la Academia de Ciencias —que ésa era su sede—, subieron allí y lo convirtieron en el balcony perfecto para una tragedia griega.
No necesité mas ingredientes para diagnosticar. Había —tenía que haber— ocurrido una catástrofe. Pero… ¿cuál?
La Policía no me dejaba pasar. Mitad verdad, mitad mentira, les dije que tenía que ir al periódico (la verdad), que trabajaba allí (la mentira). Me dejaron seguir.
Y entonces supe qué sucedió.
El antiguo Hotel Pasaje había sufrido un derrumbe.
El Pasaje fue uno de menor categoría pero dignísimo, de los hospedajes de la hermosa Habana pre-castrista. En sus años de soltería antes de casarse con mi madre, mi padre vivió ahí. A veces, cuando de niño en familia pasábamos caminando ante él, mi madre, entre celosa y pícara, exclamaba “ahí vivió tu papá antes de conocerme”, mientras mi padre, en el afán de deshacer la ironía, me mostraba, simulando despiste, la celosía articulada del extinto elevador del año del cornetín que me atraía más que lo que pretendía insinuar mi madre.
Contiguo al fastuoso cine Payret, el Pasaje ya no era otra cosa que una cuartería de familias hacinadas por obra y magia del Merlín del Caribe. Lo que antes fueron habitaciones del hospedaje, desde hacía años ya, se convirtieron en habitáculos a los que la palabra apartamento les quedaba muy grande para ser siquiera un eufemismo a la cañona. Con más personas a bordo por pie cuadrado del mínimo que permitiría un submarino hitleriano de la Segunda Guerra Mundial, estas recámaras estaban divididas verticalmente en las llamadas barbacoas, unos entrepisos de madera, rústicos, construidos ilegalmente por los propios moradores para ganarle espacio a las estrechuras y optimizar —como Alemania después de la Gran Guerra— su “espacio vital". Constructivamente hablando, se trataba de la multiplicación del peso original de la estructura.
Un poco antes del amanecer, parte del Pasaje se derrumbó.
Creo que de entrada registró 3 muertos y heridos de gravedad. A la hora que llegué al desastre, todavía había víctimas atrapadas entre el concreto como en un terremoto por cuenta propia del edificio —La Habana no es sísmica—. Los rescatistas trataban de salvarlas…
Vi un a pareja que lloraba en los portales del periódico; unos escolares se abrazaban consternados en la esquina del Tribunal. Escuché que eran familiares que no sabían la suerte de los suyos bajos los escombros.
Los camilleros corrían hacia la entrada del edificio. Bajé de la acera a tratar de ver mejor y casi me cuesta la vida: una enorme grúa Kato sobre ruedas retrocedía a velocidad, y si no salto de nuevo atrás al grito increpante de un policía y el de uno de sus conductores que brazo a través de la ventanilla agitaba un trozo de tela blanca en señal de emergencia, me habría atropellado brutalmente.
Si no hubo mas fatalidades que lamentar fue porque mucha de la gente que vivía —¿qué vivía?— en el Pasaje —niños incluidos— ya habían marchado a sus empleos o a la escuela.
El férreo control policial del regímen me barnizó otra vez del temor paralizante a ser detenido si osaba sacar del bolso mi cámara Pentax K1000 y tomar algunas fotos. Las imágenes de la mente empero, indelebles y sin necesidad de cuarto oscuro, prevalecen clarísimas en mi memoria, y por eso puedo convertirlas en palabras ahora.
El derrumbe del Hotel Pasaje el martes 23 de febrero de 1982 fue el más trágico hasta el recientemente ocurrido en Salud e Infanta a mediados de enero de este año. La ciudadanía del país, con más acento en La Habana, ya estaba acostumbrada al desplome parcial de las construcciones, desatendidas en sus mantenimiento y reparación durante las dos primeras décadas del gobierno comunista.
En cuanto Castro llegó al poder, atacó la construcción y los bienes raíces. El pujante desarrollo constructivo de la nación y particularmente en la capital aún bajo la tiranía batistiana no tenía precedentes. La Gran Habana es de esa era.
Inmediatamente tras 1959, la compra-venta de casas fue prohibida y no se construyó más hasta el establecimiento a principios de la década de los 70 de las llamadas microbrigadas, una ineficaz fórmula estalinista de urbanismo en el suburbio de Alamar, al Este de La Habana, que generó un puñado de edificios que el pueblo llamaba despectivamente “conejeras”.
La Reforma Urbana, uno de los más tempraneros ensayos demenciales de Castro para regular —mejorar, según su mentalidad sofista— la actividad de la vivienda, lo que hizo fue empobrecerla, tararla y mutilarla. Para 1970, en más o menos una década de Revolución, el déficit habitacional de Cuba —más acentuadamente en La Habana— alcanzaba proporciones de desvelo.
La producción de cemento y de materiales de construcción mermó o desapareció. Su mercado no escapó —al igual que los alimentos, el vestuario, el transporte y todo lo demás—, al severo racionamiento castrista, y se extinguió. No sólo no se podía construir… tampoco se podía reparar. La Habana comenzó a caerse a pedazos. Y apareció el antiestético fenómeno del apuntalamiento. Pronto la rebautizaron popularmente como la “ciudad muleta”. Ruinosa, parece bombardeada hace 10 minutos. |