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Eliminan la "LIBRETA de ABASTECIMIENTO" en Cuba

Por PEPE FORTE/Editor de i-Friedegg.com

Posted on Oct. 13/2009

 

Poco a poco van cayendo los altares...

No es la primera vez que la propia “Revolución”, por incompetencia, derriba de su pedestal una de su obras. Justamente eso es un detalle casi pasado por alto que caracteriza su fracaso intrínseco: La incapacidad no de sostener las estructuras que heredó "del pasado", sino precisamente las que creó con su propia receta. La lista es interminable: los Fruti-Cuba —¿los recuerda?—; el Cordón de La Habana; los Mar-Init; las pizzerías; los “mercaditos”, y además todas las campañas productivas, estoicas como los planes lecheros, ganaderos, arroceros, azucareros, tabacaleros, la yogurización de Cuba, las fresas tropicales del microclima de Banao y no sé qué otro invento delirante por allá por Turiguanó…

Pero de las creaciones de proyección esencialmente “popular” —devenidas demagógicas, claro está—, que en alguna manera fueron emblemáticas del sistema, hay tres que contra viento y marea duraron hasta hoy y, justamente en el año del cincuentenario de la Revolución, fueron expulsadas del paraíso. Las dos primeras en morir, recientemente, las escuelas en el campo y los comedores obreros. Ahora le toca el turno a la tercera, la hechizada Libreta de Abastecimientos.

Desde el fin de semana de la fecha patria cubana del 10 de octubre, corrió por los despachos noticiosos la sentencia de muerte de uno de los grandes eufemismos de Castro: ojalá la libreta hubiese sido lo que decía ser, de abastecimientos, cuando en realidad era una cartilla de racionamiento, que resultó ser la más larga de la historia del mundo: 47 años (la de Rumania, la segunda más longeva del bloque comunista, 16).

En marzo de 1962 Fidel Castro instituyó la Libreta de Abastecimientos bajo el presupuesto de una distribución “equitativa” de los alimentos. Como ya era costumbre aún para el novel gobierno, la medida generó un gran burocratismo. Así se creó la OFICODA (¿Oficina de Control de Consumidores y Distribución de Abastecimientos?), que además de establecer la magras raciones de alimentos a la población se convirtió en otra entidad de control ciudadano, porque los "consumidores" quedaban atrapados en su propia comarca y se les asignó un solo y único establecimiento (bodega) donde comprar. La libreta, aunque oficialmente no era un documento de identificación, bajo la mentalidad del régimen sí fue sinónimo de control.

Ya para 1970 —el año negro de la economía cubana—, la gente en Cuba añoraba las porciones de la “primera generación” de la libreta, porque las cantidades habían sido sustancialmente moderadas en comparación con su blueprint de 8 años antes. La libreta, como la serpiente que se muerde la cola, se mutilaba a sí misma casi anualmente en sus cuotas de todo género y producto —arroz, granos, jabón, aceite, sodas, pan, cigarrillos, etc.— ante el asombro de la gente que apenas podía entender cómo unas raciones que de arrancada fueron magras, podían ser disminuidas otra vez, y otra vez más, y otra vez más… El fenómeno duró toda la vida. Las cantidades se modificaron hasta el presente unas 40 veces.

No vale la pena desgranar ahora los recortes pero, por ejemplo, la carne de res, cuya ración original era de 3 cuartos de libra percápita en La Habana —media en el resto del país—, comenzó una fantástica carrera de merma en todas las direcciones hasta finalmente ser abolida. La carne “venía” primero semanalmente. Luego fue rebajada al ciclo de las novenas, más tarde a quincena, después a mes, 45 días, y finalmente desapareció como Matías Pérez.

Pero esto no es todo: la bandeja cárnica se fue haciendo más estricta: uno no podía elegir la ración toda en bistecs, sino que obligadamente tenía que combinarse una parte con picadillo, con falda, hueso, etc. Los cortes suculentos se esfumaron y nunca más el cubano volvió a comer filete, bistec de riñonada o de hígado… con lo que uno se preguntaba desconcertado que después que le asestaban la puñalada al animal, dónde se metía el resto de la vaca...

La calidad de la carne por otra parte era pésima y los controles de salud prácticamente nulos (todavía hoy, según revelan visitantes a Cuba que comen en los hoteles para extranjeros, la carne servida allí no es buena). En tanto, el número de cabezas de ganado decrecía.

La carne no fue la única víctima de las severas regulaciones. Todo claudicó ante un rasero muy bajo, de cuotas insuficientes para lo que normalmente un ser humano consume. El racionamiento de la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial era el cuerno de la abundancia comparado con la cartilla cubana.

La libreta y el racionamiento, como todo lo que pasa en Cuba —el choteo de Mañach—, generó infinidad de chistes y un lenguaje vernáculo que se enfrentaba al oficial. La neolengua castrista al mejor estilo orweliano de 1984 —y eufemista, como ya advertimos— le llamó a los insumos racionados “productos normados” (“por la libre” era lo opuesto; “por la libre” es… por la libre, no requiere explicación; sólo que era la excepción, no la regla). Luego se fue diversificando en conceptos escalonados: no era igual “producto normado” que “producto regulado”. Por si fuera poco, por lo menos para este servidor, la libreta era tan incomprensible como un jeroglífico egipcio por sus páginas cuadriculadas en las que la caligrafía de cada bodeguero reflejaba si uno había comprado el pomo de mayonesa o cinco libras de chícharos…

La tarjeta de “productos industriales”, conocida popularmente como “la libreta de la tienda”, era la variante de la cartilla para el calzar, el vestir y adquirir productos para el hogar, no comestibles. Ésta, fue tan o más severa que la de la comida, y también se fue devorando a sí misma. Para 1973 cambió su diseño de casillas a uno más comprensivo de cupones a tirar que ofrecía la compra a través de la disyuntiva. Adquirías con el cupón número tal una camiseta o un pote de pulimento para muebles, y con otro un destornillador o una dulcera de cristal. La gente la bautizó como María La O. Y las combinaciones eran tan alucinantes que parecían escapadas de “El Maestro y Margarita” de Bulgákov.

Al principio se podía comprar cualquier día. Después esta tarjeta fue subdividida en "grupos de compra" identificados con letras y números (A1, A2, A3, A4; B1, B2...), de manera que había que acudir a las tiendas exclusivamente de acuerdo con un calendario que disponía un ventana de tiempo para comprar aquello con lo que se tenía la fortuna de coincidir durante el día que le tocaba a cada quien, según su grupo.

Esta libreta igualmente tenía su glosario de palabras oficiales como “básico” y “no básico” y “dirigido” para el caso de los juguetes; además de producto “adicional” y “convoyado”, éste último un engendro satánico de mercado en que el consumidor para llevarse a casa algo que podría usar —como un cepillo para el cabello— tenía que pagar también por un guante de soldador (como ha relatado el periodista y escritor Andrés Reynaldo que le pasó a su madre).

La libreta de la comida creó un curioso código de comunicación que le otorgó a los alimentos una extraña condición ambulatoria, de vida (como la electricidad… ¡se fue la luz… vino la luz!). “Llegó la carne… no vino la manteca… el picadillo está por Luyanó”, eran frases que decía la gente según la circunstancia de la distribución del producto, como si los alimentos tuviesen una capacidad de locomoción per se y estuviesen vivos. Otras expresiones, como “me toca la carne”, “alcancé el plátano”, “busca la leche”, "trae el pescado" o “cogí la yuca”, sacadas de contexto primordial, se convertían en alusiones eróticas —a veces inexplicablemente sublimadas— del florido doble sentido tropical del cubano.

Más allá del lado trágicamente divertido del asunto, la eliminación de la libreta no es un paso de avance ni la remoción de una piedra en el camino que impide la transformación de la revolución como pretendió en su sofista explicación el abominable Lázaro Barredo, quien además tuvo el cinismo de pintar al documento casi como una de malcriadez del pueblo cubano o una dádiva inmerecida y, para colmo, legada por un poder o gobierno ajeno. Es todo lo contrario; tienen que quitar la libreta porque les resulta imposible sostenerla. Los costos subsidiados de los pocos alimentos que le “tocaba” a la gente no cubren los gastos de las fuentes y el tránsito y distribución de los productos frente a los costes actuales y, además, la producción de esos alimentos tiene un origen distinto al de las otras cosas que van a parar a los “mercados libres”, al tiempo que cada vez se reduce más y más su producción.

La gravedad del asunto está en que aunque mucha gente —y con razón— dice que la libreta ya no tiene sentido porque “a la bodega no llega casi nada”, hay un sector de la población , el más vulnerable, acaso la demográfica negra cubana o la ciudadanía de la tercera edad, ESPECIALMENTE SI NO TIENE FAMILIARES EN ESTADOS UNIDOS o no logra acceso al dólar por sus propios medios, que literalmente podría morirse de hambre porque todavía depende de las cíclicamente empobrecidas raciones de la cartilla en vías de extinción.

A la larga, la Cuba comunista tendrá que imitar aunque muy deficientemente al capitalismo en la creación de un sistema semejante al de los foodstamps con tal de socorrer a esa gente. Esto es un trago amargo de dos sabores, como ocurre con los licores fuertes: uno, el viraje a una “fórmula” del capitalismo; dos, reconocer que la gente sin recursos en Estados Unidos y en otros países no queda abandonada.

La terminación de la libreta también nos deja a los de este lado un sabor de dos golpes más agrio aún, porque no ocurre como consecuencia de un verdadero cambio beneficioso del pueblo de Cuba o un retorno a la normalidad, sino al revés. La abolición de la libreta es un problema y una preocupación para la gente que la necesita. La otra razón para nuestro disgusto es que hasta los aparentemente impertérritos íconos de la Revolución van cayendo carcomidos por la propia corrosión del sistema… ¡mientras su arquitecto está vivo y asiste tranquilamente al funeral de sus creaciones!

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